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El “Felices Pascuas”, 30 años atrás: promesas y realidades

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Para los memoriosos, estos días de Semana Santa quedaron fijados en el recuerdo vivo por un episodio histórico que rompió la tranquilidad, reflexión y descanso a los que invitan estas fechas. Se trata de aquellos días de abril de 1987 en los que se produjo el primer levantamiento militar “carapintada” contra el gobierno de Raúl Alfonsín. A treinta años exactos de aquel momento que marcó un punto de inflexión, vale la pena recordar lo sucedido, la responsabilidad y valentía cívica de los distintos sectores políticos y sociales, y rescatar la actuación del entonces presidente en la resolución de esa crisis.

Habían transcurrido poco más de tres años desde la recuperación de la democracia.

El gobierno presidido por Alfonsín estaba recorriendo la experiencia inédita de juzgar a los ex jefes militares y a los jefes de los movimientos guerrilleros que habían conducido las acciones armadas en la Argentina de la década del 70.

La Justicia, en un fallo sin precedentes, había juzgado y condenado a los excomandantes de las juntas militares responsables del terrorismo de Estado durante la última dictadura, y el gobierno tropezaba con dificultades para llevar a la práctica lo que Alfonsín había prometido durante la campaña electoral.

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El presidente ya había anunciado la decisión de implementar una norma que luego se concretaría en lo que se denominó la ley De Obediencia Debida, exculpando a quienes habían actuado durante la represión cumpliendo órdenes superiores.

Pero antes de que ese proyecto fuese enviado al parlamento, un grupo de oficiales encabezados por el entonces teniente coronel Aldo Rico se amotinó y refugió en la Escuela de Infantería en Campo de Mayo.

Si bien los amotinados proclamaban que no intentaba derrocar al gobierno, era evidente que sus planteos –fin de los juicios por violaciones a los derechos humanos, reivindicación de la “lucha antisubversiva”, retiro de las cúpulas militares– pretendían torcer o sustituir la voluntad presidencial para imponer sus exigencias.

Dicho en términos actuales, fue un “piquete” militar, con el detalle de que se alzaron en armas para expresar sus demandas, pintándose la cara con betún y manchando los uniformes de soldados de la nación, para transformarse en una banda armada.

Alfonsín y sus más cercanos colaboradores entendían que si se doblegaba la voluntad del gobierno por parte de un grupo armado se caía en el principio del fin de la democracia lograda tres años antes.

Otra historia

Fue a partir de este instante cuando comenzó a escribirse una historia diferente. Desde la década del 30 y hasta ese entonces, Argentina había vivido una alternancia entre gobiernos constitucionales y de facto y sucesivos planteos militares, o cívico-militares, que presionaban y forzaban decisiones de los gobiernos.

Pero en esa Semana Santa del 87 las cosas no iban a ser así: la población se volcó decididamente a las calles en defensa de su derecho de decidir acerca de quiénes habrían de regir y decidir acerca de su propio destino.

La oposición acompañó solidaria la actitud del gobierno. El presidente convocó desde el Congreso a movilizarse en defensa del Estado de Derecho y ordenó a los jefes del Ejército sofocar el levantamiento, cosa que no ocurriría.

De allí en más, nadie iba a poder avanzar por sobre los derechos ciudadanos sin encontrarse con una contundente respuesta.

Pero ni los sublevados deponían su actitud ni las fuerzas que debían actuar en su represión llegaban. Fueron dos jornadas de febriles tratativas entre la Casa de Gobierno y Campo de Mayo en las que se tejieron toda clase de versiones e intrigas. Alfonsín habló ante una multitud que llenó la Plaza de Mayo el domingo 19 por la tarde y anunció que se trasladaría personalmente a Campo de Mayo para lograr la entrega inmediata de los rebeldes.

Volvió a Plaza de Mayo y pronunció la famosa frase “¡Felices Pascuas, la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina!”. Como lo recuerda Horacio Jaunarena, ministro de Defensa en aquel momento, los llamados “carapintadas” habían nacido derrotados pero, sin embargo, quedó la idea de que había existido una negociación con el gobierno.

Se había comenzado a vivir en la Argentina el final del ciclo de inestabilidad que tuvo a las Fuerzas Armadas como actores protagónicos. Los últimos estertores se sufrieron con los siguientes levantamientos: Monte Caseros, Villa Martelli y el Regimiento Patricios, ya con el gobierno de Menem en diciembre de 1990, cuando fueron desarticulados definitivamente por el general Martín Balza.

El camino recorrido desde entonces estuvo signado por avances y retrocesos, éxitos y fracasos, crisis económicas y sociales, recuperaciones y frustraciones. Pero ya no estaría detrás el fantasma de las intervenciones militares como amenaza o como recurso para imponer condiciones al poder civil.

Subordinación militar

Las Fuerzas Armadas dejaron de ser un factor de poder para subordinarse a los gobiernos constitucionales y el Estado de derecho. Y los juicios por los crímenes cometidos en el pasado dictatorial proseguirían su curso hasta nuestros días.

Por cierto que la casa de los argentinos no está en orden.

El crítico mensaje del Episcopado con motivo de esta Semana Santa alertó sobre los desencuentros y lo que nos cuesta encontrarnos como argentinos desde la diversidad: “Un país dividido no encuentra ni da soluciones a los problemas de la gente, especialmente de los más necesitados”.

Pero sabemos que cuando las papas queman y las amenazas son reales y perentorias, y cuando existe una decisión clara de preservar la democracia como espacio de convivencia que nos contiene a todos, frente a quienes pretenden avasallarlo, hay un sentido de la cooperación y compromiso que termina prevaleciendo sobre las tensiones y conflictos que nos ocupan a diario.

Es eso, en definitiva, lo que invita a vincular estas fechas como celebración religiosa y como evocación laica de un momento iniciático de nuestra renacida vida democrática en el que hubo también liberación, vía crucis y resurrección.

En términos actuales, el de Rico fue un “piquete” militar, con armas, pintándose la cara y manchando el uniforme para transformarse en una banda armada.

Ante los planteos militares, en 1987 la población se volcó a las calles en defensa de su derecho a decidir sobre quiénes habrían de regir el destino común.



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